El llamador de bronce golpeó con prepotencia. Mary, desaseada y con cara de pocos amigos, caminó hasta la puerta arrastrando las pantuflas y la abrió de un tirón.
—¿Otra vez?
El hombre, pálido como la luna, extendió el brazo y sus uñas, afiladas como navajas, estuvieron a punto de herir la mejilla de la mujer.
—Debo hablar con él —suplicó—. ¡Por favor!
—Todas las noches lo mismo —suspiró Mary—. Ya le dije ayer que Abraham vive del otro lado de la calle, en el 666. —Y le cerró la puerta en la cara.
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