Emilio era muy cuidadoso. Había tomado todos los recaudos para evitar cualquiera de esas catástrofes que suelen producirse en un martes trece. Tal vez por eso, a pesar de todos los augurios nefastos, ése había sido un día tranquilo. Su jefe le ofreció un ascenso y Estela, la rubia de contaduría, le dedicó una tenue sonrisa. Al final de la jornada, después de dejar todo meticulosamente ordenado en su oficina, salió a la calle. Esquivó una escalera apoyada contra una pared (uno nunca sabe), y —con una sonrisa payasesca en su fofo rostro— encaminó su marcha rumbo a la paz hogareña. No era cuestión de andar dando vueltas por ahí, para que lo atrapara la desgracia.
Lo último que escuchó fue el repentino bocinazo del auto que dobló de contramano.
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