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El hombre buscó restos de comida estropeada, se revolcó en la ropa sucia, olió la basura, los desperdicios... Apático, miró sus manos ensangrentadas, preguntándose si no había llegado la hora. Mientras tanto, la mujer, del otro lado de la puerta, se quitó el vestido, lo dejó en el suelo, y luego, con la mayor parsimonia, se paseó desnuda por la habitación, incitándolo, mientras una nube de oraciones que salía de los altoparlantes la cubría por completo, como si fuera una recién nacida a la vida y el sexo. Sólo cuando terminó la ceremonia, lo maldijo e insultó durante dos horas completas, y una vez que estuvo segura de que la supervivencia no era posible, abrió la esclusa y salió al inhóspito exterior. Entonces él pudo poner las manos bajo la canilla de agua bendita, recibió el chorro de redención y pudo empezar su prédica.
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