Todo estaba en silencio en la costa. El mar negro y las naves negras. Las gaviotas sondeaban la carne que aún podía verse en los hombros de los cadáveres. Aqueos y troyanos, dánaos y mirmidones, todos yacían muertos. Por la blanca orilla Tiresias, ya ciego, se encaminaba hacia Tebas con un perro gris que lo llevaba. El único que hablaba era Tiresias, el único que escuchaba, el perro. Tiresias murmuraba. El perro no decía nada. En eso Tiresias grita, tanto que el perro huye despavorido, sólo para volver unos segundos más tarde. Y escucha condescendiente a Tiresias que dice:
—Yo le dije al árbitro que no cobrara penal, le dije. El muy imbécil no me escuchó. ¡No cobrés ese penal, animal! ¡Va a arder Troya! Y ardió.
Ilustración: Lienzo de Federico Barocci
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