sábado, 4 de julio de 2009

Increíble – Héctor Ranea


Todos los días, a las nueve de la mañana en otoño, dos horas antes en verano, el perro va hacia el centro de la calle, se acomoda al sol y en el asfalto empieza a arrastrar la cadera de costado, de retaguardia, como puede. Todos los santos días.
Los vecinos piensan que es una garrapata que tiene succionándole sangre con daño y que el dueño descuidado no controla.
En realidad, soy yo, un hombre increíblemente empequeñecido tratando de sobrevivir a cada sacudón que da el perro. Ya estoy acostumbrado. Además, parece que a menos que pulga ya no decrezco. Es un aliciente.

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