El niño no quería pintar en un trozo de papel. Por eso continuaba haciéndolo dentro de su habitación por el suelo, las paredes, la mesa, la cama, hasta en su propio cuerpo.
Por más que lo castigaran no había caso, él seguía trasgrediendo los límites del papel rectangular blanco, sea cual fuera el tamaño. Tenía prohibido pintar en otro sitio. Y hacía caso; no quería terminar como la pobre tortuga Jacinta, que la aplastaron, por error, por salirse de la caja de zapatos.
Un día vio cómo le pegaban a su perro por hacer pis dentro de la casa y se sintió identificado con su amigo y no tan solo. ¡Qué suerte que esto no le pasó a Dios!, le dijo un día a la madre cuando ella lo vigilaba en el comedor mientras el niño estrenaba sus primeras acuarelas.
Un día vio cómo le pegaban a su perro por hacer pis dentro de la casa y se sintió identificado con su amigo y no tan solo. ¡Qué suerte que esto no le pasó a Dios!, le dijo un día a la madre cuando ella lo vigilaba en el comedor mientras el niño estrenaba sus primeras acuarelas.
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