Inconsciente, arrastrado por las olas a la playa, se imaginó en recogimiento místico implorando la salvación de su alma. Por su mente pasó la película de su vida, una temática recurrente que seguía azotando a su raza, la historia que contaban los griots. La maldición les perseguía a través de los siglos. El largo brazo del Dios bíblico castigaba así a la primera pareja. Él les regaló un cálido paraíso, un estímulo válido, y ellos osaron desobedecerle. Ahora sus costumbres degenerarían: adorarían iconos, atravesarían los cartílagos de su nariz, su entorno devendría pestífero y cáustico, serían deportados en sórdidas embarcaciones en condiciones pésimas, tratados a golpe de látigo, vivirían bajo mínimos, se establecería entre los humanos un vínculo desigual y bárbaro, serían pasto del dolor, su muerte no sería rápida. Así el pueblo maldito erró sobre la tierra: eran los vástagos de Adán y Eva, de piel de ébano.
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