Desolada, llorosa, no atinaba siquiera a articular pensamiento u acción para salir de su desánimo. Así estaba cuando él la encontró y sin hallar las palabras que le sirvieran de bálsamo a su adolorida alma. Con ternura la abrazó, la tomó suavemente de los cabellos y le enseñó que en el espacio justo entre su hombro y cuello, cabe perfectamente un rostro, cuando requiere consuelo.
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