—¡Ni que lo diga, señora! Justamente, a mí se me trabó una media… y aquí estoy —dijo la mujer con el capote rojo.
—¡Pero no va a comparar! El mío era un brazalete con diamantes.
—¿Se acuerda los quilates? –intervino el dependiente.
—¡Qué me voy a acordar! Me lo había regalado mi marido para la última Navidad.
—Eso fue hace pocos días —terció un pelado que hacía cola, como el resto.
—¡La última que pasamos juntos! Después murió, pobre. El público frente a las ventanillas se quejó con un murmullo.
La del capote, estupefacta, dijo:
—¿Se le trabó el brazalete justo donde a mí se me trabó la media?
—Justo, ¿por?
—Pero ¿cómo hizo? ¿En la escalera mecánica?
—Me habrá trabado mi marido.
—¿El muerto?
—¡El muerto, sí!
—Les recuerdo a todos. Ésta es la oficina de muertos en escaleras mecánicas —dijo el dependiente. Retumbó un murmullo.
Sobre el autor: Héctor Ranea
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