Mamá no juega con muñecas; no sabe. Cuando abre la puerta de la habitación es para apurarme con esa voz chillona que parece de gallina asustada. Cacarea frenética ante mi lentitud. Yo disfruto, ¡y cómo! Es que se pone nerviosa, se le hincha la cara y enrojece como brasa de carbón en la parrilla. El calor de sus mejillas se expande hasta mi cuerpo y también hasta mi alma. Me atraviesa ese calor y como ya entendí que es el único que tiene para darme, lo alimento con mi parsimonia exasperante. Llega un momento en que ya no aguanta más y me tira del brazo con brusquedad. Entonces ya no me gusta. Cierro los ojos con fuerza y espero la bofetada con la certeza de que todo terminará con un portazo y mis lágrimas abandonadas sobre la almohada. Mamá no sabe de muñecas; no juega.
Sobre el autor: Fernando Puga
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