El prisionero de guerra yacía en una especie de mochila oscura y tibia. Coligió que lo había abducido un hediondo exjeta direnoch, los conocidos como piedras gurka por los copilotos como él. Tenía todo bajo control. Jamás podrían colocarles los venenos de conversión en adpadlar ni las presuntas violaciones virtuales que proyectarían en las carpas de los negetas ludíbrios. Todo lo que tenía que hacer era disparar la triagarra prostática que le había sugerido un astrónomo amigo para que el vientre se contrayese como los de los anofusil. Tenía que esperar el tercer grito del tal Gautman. La espera no dolía, incomodaba un poco el intento de taladrar la capa de megatitanio en la que estaba sentado.
Acerca de Héctor Ranea
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