Apeles estuvo obsesionado toda su vida por crear la escultura perfecta. Estudió las formas, trazó las divinas proporciones, supo la exacta dureza de cada tipo de mármol, forjó gubias y escoplos nuevos, fatigó los caminos de la Hélade y los del sur de Italia, como si la obra que tramaba se encontrara siempre un paso delante de él.
Una tarde llegó a Pompeya. Allí encontró a las mujeres y los hombres inmovilizados por la lejana explosión del volcán.
Miró la imagen de un niño; acarició el rostro de un adolescente; tocó el lomo de un gato levemente inclinado sobre el seno de su dueña.
Luego regresó a su taller de Corintos. Jamás volvió a trabajar sobre un bloque de mármol.
Murió a los pocos meses, consumido por una lava interna.
Una tarde llegó a Pompeya. Allí encontró a las mujeres y los hombres inmovilizados por la lejana explosión del volcán.
Miró la imagen de un niño; acarició el rostro de un adolescente; tocó el lomo de un gato levemente inclinado sobre el seno de su dueña.
Luego regresó a su taller de Corintos. Jamás volvió a trabajar sobre un bloque de mármol.
Murió a los pocos meses, consumido por una lava interna.
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