La mancha de sangre en la seda de su kimono ya llegaba a las rodillas.
La última lágrima cayó sobre su propio pecho. Le pintó un sol rosado, como el atardecer de ese verano en que el seppuku la liberaría de la deshonra y el dolor.
Estaba serena, como siempre, cuando lo escuchó gritar su nombre en la distancia: “¡Butterfly! ¡Butterfly!”.
Solo entonces dejó que la curva leve de una sonrisa iluminara su muerte.
Claudia Sánchez
3 comentarios:
¡Excelente, Claudia! ¡Como que amo a Butterfly, agradecidísimo! Triste, dulce, enorme...
¡Gracias Ogui!
Beso,
¡Guau, buenísimo Claudia! Un saludo grande.
Neli :)
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