El veneno que iba a utilizar no era veneno sino un virus que se propagaba por el torrente sanguíneo de la víctima y le causaba la muerte en once horas. No detenía el corazón, ni paralizaba los pulmones. Era como un cáncer ultrarrápido que actuaba antes de que los síntomas permitieran consultar al médico. Lo había comprado en Titán y aún no era conocido en la Tierra; le había costado muchísimo dinero.
Pero la mujer advirtió algo extraño en la expresión del astronauta que había regresado a casa luego de tres años de ausencia. Los rumores de que su marido andaba noviando con una criatura trisexual de Ganímedes y los consejos de su amante de turno la habían decidido. Antes de que él pudiera entregarle el exótico regalo que contenía la poción fatal, ella le frió el cerebro con una de esas pistolas que disparan agujas de hielo.
3 comentarios:
Si algún día conquistamos el espacio exterior, espero que sea para traer souvenirs más amables. Aunque parece que las armas de mujer seguirán siendo más letales...
hoy, dentro de mil milenios, las minas van a seguir siendo igual, y nosotros también.
Muy bueno, Sergio...
A pesar de ser el autor, me gusta este cuento...
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