EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES
Jorge Martín
Las Hespérides custodiaban las manzanas de oro que conferían la eternidad. Nadie había conseguido arrebatárselas. Hablaban de brutales batallas con dragones, y terribles amenazas. Se aludía a sórdidos fantasmas y feroces bestias despertando el terror y enloqueciendo las mentes. Sólo los que habían intentado el asalto sabían de qué se trataba. Orgullosos héroes deslumbrados por la victoria mordían sin reservas el jugoso y crujiente fruto. En efecto, conferían la eternidad a cambio de un efecto aciago. Producían terribles diarreas y gigantescos gases, despidiendo hedores insoportables. Huían las protectoras descostilladas de risa y nadie se atrevía a aproximarse a los vencedores. Ninguno soportaba esta eternidad degradante y maloliente. Una vez lejos, los intrépidos guerreros guardaban estricta reserva de la experiencia, recordando sólo feroces luchas y como fueron vencidos en dura batalla. A salvo quedaba el jardín con su fruto prohibido; las ninfas callaban.
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