LA MUÑECA
Arlette Luévano
Descansó su mano sobre los ojos del bebé. Hacía rato que había dejado de llorar. A ella le pareció advertir una mueca escalofriante: ahí estaba él, exhibiéndose, pretendiendo ser bello e inocente, como si no hubiera querido dañarla, pero vaya que lo había hecho.
Ella movió el cuerpecito y tomó el ojo que el bebé le había arrancado. Lo colocó de nuevo en su lugar y se miró al espejo. Aun bajo la sangre, la belleza era suya y no habría quien la culpara de nada. Sonrió complacida.
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