El eximio mentalista Jorge Luis Borges vagaba entre las dunas de un tormentoso desierto. Se intuía perseguido por un alfil negro, pero no lograba recordar las leyes del ajedrez, si alguna vez las había conocido. Soñaba con finales perdidos, y temía despertarse convertido en un monstruoso insecto de muchas patas, ridículamente pequeñas, tumbado sobre su espalda dura, repudiado por sus parientes y abandonado por sus afectos. En el sueño él no se llamaba Borges, sino Joseph K. No tengo escapatoria, refunfuñó el mentalista; estoy entrampado en una situación kafkiana. Careciendo de otras alternativas viables, y sabedor de que no despertaría fácilmente, decidió invocar a Caissa sin dejar de correr. Aunque era ateo, ella lo salvaría o no, vaya uno a saber, pero mientras se mantuviera dentro del sistema cabía la posibilidad de jugar otra partida.
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