La mañana de un viernes, Robinsón descubrió el hilo vaporoso de una fogata en el extremo de su isla, no muy lejos, a sotavento. El humo de la combustión le trajo un aroma a carne sazonada. Se armó con su arcabuz y fue a averiguar el motivo de la barbacoa, qué se celebraba y quién organizaba el banquete.
Apostado en la selva, descubrió a sus vecinos antropófagos en la playa, ocupados en el sacrificio y cocción de varios condenados. En grandes fuentes, los cocineros servían las partes troceadas y condimentadas sobre una mesa en torno a la que se sentaban el rey caníbal y su séquito. El monarca descubrió a Robinsón oculto en la floresta y mediante gestos le invitó a sentarse a su mesa. Harto ya de tanta fruta, el naufrago aceptó la deferencia. Al fin y al cabo, ¿quién era él para juzgar las preferencias gastronómicas de nadie?
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