La musa
José Vicente Ortuño
José Vicente sudaba, desesperado, frente al ordenador. Necesitaba escribir algo, aunque fuese un minicuento para Q.I., pero tenía la mente en blanco. Si no hubiese sido ateo se hubiese puesto a rezar. No obstante, pidió ayuda a quien pudiese inspirarle.
¡Si existiesen las musas! —pensó angustiado—. ¿Cómo se llamaban…? ¡Ah, sí! ¡Por favor Calíope, Clío, Erato, Euterpe… ayudadme!
El sonido de pasos interrumpió sus pensamientos.
¡Es la musa que se aproxima!, pensó anhelante.
—¡Cariño, ya está lista la paella! —dijo la voz de su esposa.
—¡Mierda, otra mañana perdida! —maldijo, y apagó el ordenador.
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