Simón el Mago exhibía sus poderes mágicos en Roma, volando ante el emperador Claudio para probar su divinidad. Pero los apóstoles Pedro y Pablo rogaron a Dios que detuviese el vuelo y Simón cayó a tierra, donde murió. La nueva fe estaba a salvo. Sin embargo, otro hombre apareció volando y esta vez, ante la consternación de los apóstoles, culminó con brillantez su rutina, sin que ningún ruego alterara la faena. Luego descendió con elegancia, se acercó sonriendo a Pedro y a Pablo y extendió la mano con aire triunfal. —Rabino Suberman, para servirles —dijo.
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