Alison Weir está apoltronado en su sillón favorito; la TV aturde sus sentidos. Luego, lentamente, se va despertando de ese sopor que inevitablemente lo invade cuando pasa mucho tiempo frente al aparato; un dolor punzante invade su cabeza. En el noticiero de la ocho ve una avalancha de imágenes irreales que sobrevienen al sueño. Una plaza, hombres de negro, una canasta. Caras pálidas como la misma muerte Un golpe seco y filoso, poco antes de que el carmín invada la pantalla. Cree escuchar un nombre: Ana.
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