Llegó tarde a la cita. Estaba más nerviosa de lo habitual.
—Doctor, usted no comprende... mi hermano, doctor —dijo con voz chillona mientras movía la cartera con un ademán extraño—. Quiere hablarme sobre mi madre. Esta noche...
—Electra, no se altere—. ¿Cuál es el problema? Yo la entiendo.
—No, doctor, usted no entiende.
—Electra, por favor, cálmese...
Electra se levantó con brusquedad, se dirigió hacia la puerta, la abrió y la cerró de un golpe, haciendo añicos el vidrio. En el suelo quedó un trozo de cristal en el que se leía: DR. SIGMUND FREUD.
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