EL PANTANO
Eduardo Laens
Se hundía, sin prisa pero sin pausa en el gris cieno del pantano. Sentía la mugrosa masa de lodo humedecerle las piernas, la espalda, el cuello. Se mantenía quieta sólo por prolongar la agonía, ya que al moverse aceleraba el proceso. Alzó una mano, intentando aferrarse al aire que pronto le faltaría, y así se hundió.
En la oscuridad de ese viscoso mundo, cuando sólo resta perder la conciencia y rendirse a la muerte, alguien tomó su mano.
De un tirón, nació a lo maravilloso. Tenía piernas de cabra y cuerpo de hombre y la ayudaba a abandonar un estanque cristalino decorado con nenúnfares.
—¡Ninfa tonta! ¿Quieres ahogarte? —le dijo jocoso.
Y así olvidó quién era.
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