Aunque soy blanco, me estorban los peones de mi mismo color así que empiezo a comérmelos uno por uno. Persigo a un caballo blanco y esquelético que se desboca entre escaques minados: lo devoro en dos mordiscos, sus ojos aterrados aterran a una torre que se oculta tras unos matorrales. Hay alaridos, explosiones; hay altas cruces de fuego vigilando líneas y columnas. Vuelo al otro lado del tablero donde está la reina blanca. Nos miramos: los dos relojes que miden nuestra vida se congelan. Primero me como sus ojos, luego su lengua y su garganta, al final solo quedan jirones y charcos de sangre. Acorralo al rey blanco, estoy a punto de saltarle encima cuando me sacan del tablero y me guardan en la caja.
1 comentario:
Estupendo, Ricardo.
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